La amaba. Con ese amor silencioso que tensaba el ombligo y
hacía correr ligero la sangre en sus venas.
Tanto tiempo hacía que era ya una costumbre y por eso, cada
vez que la veía, atornillaba sus labios con una mueca que quería ser sonrisa,
para disimular.
Pasó el invierno y en esa primavera tardía, se dio coraje. La
esperó en la esquina por la que pasaba siempre y la interpeló:
-¿Querés ser mi novia?
-Y... bueno (ella quería desde siempre).
Tomados de la mano, él la dejó en su casa y corriendo, cruzó
la calle, abrió su puerta al par que gritaba:
-¡Mamá! Ya volví del jardín... ¿Qué hay para comer?